Zona a rayas

sábado, 22 de noviembre de 2008

Escrito II

Las calles se encontraba vacías, como era costumbre en Grannot; todos los segundos jueves de cada mes, los pobladores salían a recoger los víveres que les eran enviados de la capital, Loner, por parte del rey. Nadie se perdía la repartición de pan, manteca y carne, desde los más ancianos que se asomaban para criticar y aprovecharse un poco de la piedad de los repartidores que en algunas ocasiones les regalaban bastones donados por el conde de Martilla, hasta los niños que jugaban con los decorados caballos reales de grandes máscaras y hermosamente ensillados.
Como todos estaban reunidos en las afueras del pueblo dejaban las puertas y las ventanas cerradas con grandes candados semejantes a los de las cárceles de Nonun. En Grannot jamás se produjo algún robo, todas las personas eran religiosamente honradas; pero por ordenanza del rey, ningún hogar debía estar desprotegido.
El más empeñoso en resguardar su propiedad era el viejo Salomón, un zapatero que llego de casualidad al pueblo con solo cinco años y gracias a don Meles pudo aprender a remendar zapatos además le daba comida y un pedazo de tela para cubrirse del frío a cambio de ayudarlo a llevar las diligencias de sus clientes. Al morir don Meles, Salomón con solo dieciséis se vio obligado a casarse con Lina de treinta años, ama de llaves de don Meles para no quedarse sin hogar ni trabajo. Lina como toda ama de llaves, había dedicado toda su vida a servir a don Meles devotamente a cambio de una moneda de oro al mes. Lamentablemente para Salomón, Lina falleció a los cuatro años de alianza matrimonial debido a una extraña fiebre que trajeron los gitanos de tierras lejanas. Al enviudar, el zapatero se quedó solo y su única razón para seguir respirando era la de enmendar zapatos, ya que aun no encontraba un digno heredero para traspasar los secretos que le confirió don Meles sobre el oficio. En muchas oportunidades extraviaba su bastón de madera pulida y toscamente decorado entre los zapatos de algún cliente u olvidaba de peinarse su extensa barba gris por terminar de pegar con pegamento y clavos alguna suela.
Al regresar con las canastas llenas, los pobladores cansados entraban en sus casas. Era todo un espectáculo ver como regresaban con los víveres a cuestas, algunos señores, en especial los dueños de negocios contrataban a los muchachos para que les lleven los alimentos a cambio de un céntimo de bronce. Otros menos afortunados en temas monetarios volvían haciendo piruetas como malabaristas del circo de Nantune.
Las calles de piedra se ensuciaban por los residuos que dejaban los perros de los víveres caídos por algún descuidado. Nadie se acercaba a barrer su parcela, solo Rinna, una feligresa de la limpieza e inquisidora del polvo como la catalogaba su esposo Honoru, no dejaba suciedad alguna para el día siguiente como era tradición en los demás. Rinna coordinaba muy bien sus brazos, mientras el derecho se encargaba de sujetar la escosa y balancearla sobre el empedrado suelo, su mano izquierda sostenía el candelabro de bronce que le permitía ver de noche, regalo la mamá de Honoru al casarse.
En Grannot solo se prendían los faroles los fines de semana, ya que por ordenanza del rey se debía ahorrar toda la cera posible. Estos días eran aprovechados por las familias para darse una vuelta por la plaza y escuchar un poco de música tocada por los flautistas que buscan ganarse algunas monedas. Los vendedores de dulces armaban sus precarios puestos de madera donde las tartas eran exhibidas, y gracias al fuerte viento que corría en Grannot los olores de los pasteles se colaban por las ventanas de las casas provocando que más de uno se asome con las narices por delante. Algunos niños aprovechándose de la corriente de aire inviernal salían con grandes telas de colores que conseguían de sus casas, lo más intrépidos no dudaban en desarreglar sus camas para sacar sus sábanas y con ellas corrían por las angostas calles atrayendo las miradas de algunos ancianos que se sentaban en las tardes a discutir los temas de siempre o simplemente ver pasar a las hermanas Mariett e Ilira, poseedoras de gran belleza dignas herederas de su madre.

Continuará...

miércoles, 8 de octubre de 2008

Jefe de su devoción

Para dona Elvira visitar el cementerio El Ángel es más que solo ir a poner flores a un conocido


La reja negra está entreabierta, a lo lejos las cruces de piedra sobresalen del suelo. Entrar a un cementerio no es fácil, menos si es tu primera vez. Algunos lo hacen con tal cotidianeidad que parece que tuvieran los nervios de un embalsamador. Sus motivos son diversos, visitar algún pariente, vender golosinas, mantenimiento de lápidas; pero para otros esto va más allá. Es por devoción.
El camino de cemento se abre paso entre las tumbas y mausoleos. Los árboles en medio de la calzada no dejan ver algunos de los nombres de los pabellones. Todo es tétrico y frío, hasta el blanco ángel que está a unos pasos de la entrada, con una corneta en la mano combina con el granito en abundancia de los sepulcros. Las fotos de los difuntos que tienen algunas lápidas miran hacia el horizonte como si esperarán algo o mejor dicho a alguien. Muchas de ellas no tienen flores que adornen su dormir eterno, al parecer más que fallecer en cuerpo, lo hicieron en el recuerdo de quienes los conocieron.
Un joven que se encuentra dando vueltas por los pabellones con una libreta en mano por casualidad ve a una señora de castaños cabellos, cortos y ondulados. Su lento mover reflejaba su edad, su saco verde con botones dorados tapa la falda marrón que resguarda sus rodillas. Tiene flores blancas y moradas en cada mano. Debe ser por que estamos en octubre, supongo pensará el joven mientras sacando un lapicero azul de su bolsillo, se acerca a la dama de letárgico caminar.
– ¿Son para su esposo? – pregunta el chico de la libreta
– No, él no es mi esposo… es mi jefe – contesta la señora de cansadas facciones por la edad
­– ¿Su jefe? – le repregunta
– Sí, es que era una muy buena persona – responde sonriendo.
Levanta sus cejas dibujadas artificialmente con gran precisión, los ojos marrones redondos se le iluminan mientras habla de su ex jefe, le cuesta separar sus delgados pero pesados labios para hablar pero la emoción es más fuerte que ellos y relata sus memorias. Elvira Sánchez lo recuerda con nostalgia. Aun añora sus días de mecanógrafa en las oficinas de Finisterre.
El señor nos hacia escribir mucho, tenía montón de papeles que transcribir, trabajo los de aquellos; cuenta sin dejar de acomodar las flores.
– ¿Siempre viene a visitarlo? – curiosea el chico ante lo contado por doña Elvira
– Casi siempre, aunque mis hijos se ponen un poco celosos – prosigue mientras sonríe pícaramente – es que a su padre no lo visito a pesar de estar aquí mismo, no se lo merece.
Los cuarenta y cuatro años que trabajó en la empresa de seguros la marcaron hasta el día de hoy, pero más la marcó el señor José Martinez Montie, su ex jefe.
Doña Elvira se acerca un poco más a la tumba y le murmura algo al señor Martinez, no se alcanza a escuchar lo que dice y luego se despide del muchacho del lapicero azul. Que le vaya bien joven y tenga cuidado al salir que es peligroso a esta hora, aconseja antes de irse.
El cielo empieza a oscurecer, poco a poco las personas se van retirando. Una familia muy numerosa lleva consigo una torta decorada con crema chantilly. Unos pasos más adelante otra familia se toma fotos en el mausoleo de la familia Lau, construcción de grandes vidrios.
Siguiendo por el camino se encuentran los pabellones, parecen panales de abeja hechos de cemento donde en cada nicho se ven los nombres de las personas que ahí descansan, Edilberto, Honorata, Jesús, etc. O simplemente un “V” que significa persona no reconocida.
Algunas lápidas tienen pensamientos, cruces dibujadas, retratos. Los encargados del mantenimiento verifican que todo esté en su lugar. Para alcanzar los nichos más altos usan unas escaleras verdes que abundan en el cementerio.
Un cuidador de tez oscura y arrugada que ronda en una vieja bicicleta verde seguido por un perro de no muy renombrada familia y linaje canino llamado Jacinto se detiene frente al joven de la libreta.
– ¿Está buscando a alguien? – pregunta con voz desconfiada
– No, solo estoy viendo algunas cosas – repone el muchacho un poco timorato
– Ah ya – dice el señor antes de continuar – Lo vi hablando con una señora allá adelante, pensé que la estaba buscando
– No, recién la conocía – contesta el chico menos timorato
– A veces viene a ver a alguien, creo que a su hijo – supone, y luego sube a su bicicleta
– No es su hijo, es su jefe él que está enterrado ­– corrige al cuidador del cementerio
– Pendeja la viejita – dice sonriendo antes de empezar a pedalear.
Luego de iniciar su trayecto llama a su perro: ¡Jaci, Jaci! Este se encuentra rascándose con la pata el poco pelo negro que le queda, al escuchar el llamado se levanta y se va corriendo.
Ya son casi las cinco y media de la tarde. El lugar se vuelve más lúgubre de lo que aparenta al mediodía. El cementerio El Ángel está a unos cuantos minutos de cerrar sus puertas. Los vendedores que tienen sus puestos multicolores de flores en la entrada rematan los racimos por unos cuantos soles. Barrios Altos no es un bonito lugar para dar la caminata de la tarde solo y menos a esa hora.
La reja negra sigue entreabierta. El joven de la libreta se va pensativo. En el transcurso que esperaba timorato un carro en la puerta del cementerio, en el jirón Ancash cuadra 16, seguramente recuerda que quizá doña Elvira volverá devotamente al pabellón San Bartolomé, jardín B en busca del sepulcro de granito negro con la cruz blanca tallada encima de la fecha 19 de julio de 1981, donde yace don José, su enaltecido jefe.

jueves, 21 de agosto de 2008

Crónica I

Rumbo al Callao: La 48, un “chobrador” y un perdido

Solo sabía que debía ir hasta el último paradero, no tenía ni la menor idea de cómo llegar.

– Disculpe señor, ¿qué carro debo tomar para llegar al Callao? –pregunté a un datero de la cuadra quince de la avenida Salaverry.
– La 48 flaco. Ya no tardará en pasar –contestó mientras revisaba su cartilla.
Confiado en que el carro llegaría en cualquier momento, simplemente esperé a que “La 48” se asome.
No tenía ni la menor idea de su apariencia, ¿será grande?, ¿de qué color será?; después de esas preguntas llegaron otras que suelo hacerme con frecuencia al tomar algún transporte, ¿estará lleno?, ¿iré sentado?
Los minutos transcurrían, “mi carro” no pasaba. Fui a comprar una bebida al quiosco del paradero. Mientras recibía el vuelto escuché una voz un poco ronca que pregonaba: “Salaverry, Javier Prado, La Marina, Callao”. He ahí la palabra que esperaba: Callao.
El emisor de tales gritos era un joven de baja estatura, un poco subido de peso. Era el cobrador de “La 48”. Usaba una camisa mostaza que se asomaba al marrón y un gorro negro.
– ¿Callao? –Qué pregunta más obvia – pensé minutos después, pero tenía que asegurarme en ese momento.
– Sí, sí; Callao – contestó apresurado.
Me incliné un poco hacia la izquierda para ver por las ventanas de carro, vi a varios pasajeros parados. Como aun era temprano decidí esperar el próximo carro.
Por lo menos ya conocía a “La 48”, un bus mostaza y blanco, con grandes lunas y llantas grandes.
Al cabo de unos diez minutos, la imponente “48” se asomaba, era idéntica al bus que dejé pasar. Para mi mala suerte más llena que el anterior, pero no me importó y subí. En este carro no había cobrador, el chofer poli funcional, se encargaba de ambas tareas. (Jugando con las palabras, al chofer - cobrador le puse “chobrador”).
Al subir cada pasajero debía pagar. Gracias al carné universitario, el pasaje solo me costo ochenta céntimos (cosa que no vio con mucho agrado el chobrador, ya que iba hasta el Callao).
Si pagar fue tedioso, ya que buscar monedas en la billetera mientras se está de pie y además el carro se encuentra en movimiento requiere de gran habilidad (cosa que no poseo), el avanzar surcando a las personas que estaban paradas fue toda una odisea. Las mochilas de las colegialas del Faning abundaban, un par de señores con sobrepeso obstruían el camino, y unos jóvenes que hacían caso omiso a un “permiso por favor”; conspiraban para que no llegue a la parte posterior del carro, ya que con certeza sería el último en bajar y no valía quedarme parado adelante.
Sin darme cuenta me encontré varado en el único espacio donde el pasamano estaba libre. Los parlantes del techo no dejaron de sonar, el chobrador nos entretenía con su colección de Héctor Lavoe. No había dudas, mi destino, el Callao.
Los ánimos fueron disipándose, no quería estar parado todo el camino, pero no se asomaba ni la menor esperanza de conseguir un asiento. Al menor amague de desocupar el sitio, las personas de su alrededor entraban en alerta para ocupar el sitio. Eran como aves de rapiña esperando a que el león se vaya para poder comer algún pedazo de carne.
Estaba condenado a “morir de pie”, hasta que, para mi buena suerte la enfermera que estaba sentada frente de mi se paró, – Permiso – me dijo amablemente. No podía perder esta inmejorable oportunidad, no iba a permitir que algún buitre se lleve mi carne. Sin perder el tiempo me senté, no pude contener una sonrisa de burla hacía los demás.
Ya sentado; a mi lado, una chica de cabello negro escuchaba música desde su celular, por ratos cantaba canciones en ingles.
Al ver por la ventana, me di cuenta por las señalizaciones que ya estaba en la avenida José Gálvez en el Callo. La vista cambio tremendamente, la última vez que me había percatado de mi ubicación era en la avenida La Marina, donde los centros comerciales y los casinos abundaban. En cambio, en Gálvez, no encontré centros comerciales, lo único parecido fue un mercado. Los casinos no eran tan luminosos como los de minutos atrás. Las casas no eran de varios pisos, las torres con ventanas quedaron de lado; por el contrario, ahora, las casas eran de un solo piso, algunas tenían rasgos coloniales (se parecían mucho a la casas en Trujillo).
De golpe las personas empezaron a bajar, el carro dobló en la avenida 2 de Mayo. Un poco preocupado, ya que no conocía nada por ahí.
– ¿Estamos cerca al último paradero? – pregunté al chobrador.
– Si, no falta mucho – respondió, a penas terminó de decir esas palabras siguió contando “El rey de la puntualidad” (será porqué íbamos a llegar a la hora, no lo sé)
Recién cuando el carro estaba vacío pude ver que las paredes blancas eran viejas, algunos remaches saltaban a la luz; el piso se descascaraba por varios lugares, los asientos mostazas se encontraban sucios. En uno de los vidrios no podían faltar los stikers con las radios salseras (supongo, toque personal del chobrador).
No pasaron ni diez minutos cuando el bus se detuvo y un joven con una escoba subió
– Paradero señores- dijo mientras recogía una bolsa.
Era el momento de bajar, siempre pensé que en un paradero de buses encontraría varios carros iguales, pero no fue así. El paradero de “La 48” era una cochera pequeña, sucia (creo que lo hacen para mantener la hegemonía), donde compartía descanso con otros autos particulares y lo que más llamó mi atención fue que en un rincón estaban arreglando un viejo bote.
Dos perros flacos y sucios (para variar) escoltaban al bus a su descanso. Esa “48” conducida por el chobrador, un Hyundai mostaza con blanco se prestaba a invernar. Su lecho mal oliente lo esperaba.

jueves, 10 de julio de 2008

Escrito I

– ¿qué camino debo tomar? – susurró
Se encontraba perdido, sin saber que ruta tomar. Simplemente se limitó a pensar sentado en una roca. Había caminado cientos de kilómetros desde el último pueblo, pese a ellos sus piernas no estaban cansadas, sus energías seguían intactas. Acostumbrado a recorrer grandes trayectos, esa distancia era mínima; pero no sabía que pasaba consigo mismo. Nunca dudaba en sus decisiones, aunque esta vez era distinto. Sentía miedo, no podía explicárselo, él no le temía a nada. Mataba hombres sin compasión, sus hachas no le permitían duda alguna, las criaturas le temían más a sus golpes descomunales que a la ira de los dioses.
– Tengo temor a equivocarme, temor a ya no ser capaz de ser yo – dijo mientras meditaba.
El tiempo transcurría, pero no tomaba decisión alguna. Las inclemencias del clima no le preocupaban. Tanto el frío como el calor le daban igual, su piel era tan fuerte como la de un elefante. Ni el hambre podía hacer que su semblante cambie. La mirada siempre fija al piso arenoso, su respiración lenta y pausa. Nada era capaz de quitarle esa intriga de la cabeza.
En la noche del cuarto día, durante unas horas tuvo alucinaciones, su mente divagó por los diversos lugares donde sus grebas se empolvaron. Las suplicas por piedad se volvían más fuertes, su mente no podía no contener tanto lamento. Los rostros de sus víctimas lo miraban con odio, las partes cercenadas de los cuerpos yacían regadas por el polvoriento suelo.
– ¡Esto no me puede estar pasando! Yo que he matado personas desde que me abandonaron en el bosque nunca he tenido remordimientos de mis actos.
¡Malditos dioses! me han maldecido – gritó consternado al salir del trance
Al sexto día se levantó, al parecer había encontrado las respuestas que buscaba. Recogió sus hachas del suelo, aún tenían rastros de sangre de la última batalla y se las puso en la espalda; levantó su inmenso casco y lo llevó en manos.
–Ya sé quien puede ayudarme, ojala no lo hayan matado los mercenarios de los bosques – dijo mientras se enrumbaba hacia el sur


El camino era precipitado, a los pocos días de camino había llegado a los alrededores del pantano de los perdidos, los moradores de las zonas aledañas lo llamaban así, puesto que muchas personas al pasar por dicho lugar eran absorbidas por criaturas horrendas y nunca más regresaban. Se decía que estas bestias eran antropófagas, no perdonaban a humano que pase por esos lares.
El olor fétido y nauseabundo era devastador, no había rastros de plantas y lo único verde en los alrededores era el color del agua empozada. El cielo era gris, las nubes de gran proporción dispuestas a mojar el fango. No existían animales, ni los cuervos se asomaban a disputar un pedazo de carne.
– Qué olor para mas desagradable, una docena de centauros huele mejor que estas aguas – pensó mientras caminaba
Su andar era lento, el lodo no le permitía dar pasos muy largos. La noche estaba por caer y aun no se deslumbraba el final de esos terrenos. Después de unas horas, los pocos rayos de sol desaparecieron, la luna intentaba apoderarse de los cielos; pero era tapada por las nubes. No encontraba la forma de encender un poco de fuego, ya que todas las ramas que encontraba estaban húmedas. La oscuridad era absoluta.
Se encontraba en medio del fango, sin referencia alguna. De pronto escucho como las aguas se movían, era muy raro pues no existía criatura viva.
– Algo o alguien me sigue, seguro se trata de esas criaturas de la que tanto hablan los pobladores, quieren usar la oscuridad como camuflaje – concluyó y soltó una leve sonrisa
Estaba decidido a terminar con esos seres en ese instante. Levanto sus brazos y los paso tras su cabeza, en cuestión de segundos sus filudas hachas, capaces de cortar arboles, eran sujetas por sus manos. Separó levemente las piernas para tener mayor estabilidad. Sentía como su cuerpo explotaba en energía, luchar era lo que más le apetecía.
– ¡Acércate bestia, hoy estoy de buen humor! – gritó
Detrás de él, a unos pasos, un zombi emergió de las aguas. Su figura era semejante a la de un cadáver en descomposición, sus ojos desorbitados y boca inclinada hacia la izquierda no presagiaba ser un gran rival, sin embargo poseía gran fuerza, ya que en vida fue un gran guerrero. Sin perder mayor tiempo se abalanzó contra el intruso, pero el muerto viviente cometió un gran error, las aguas anunciaron su embestida. Las feroces hachas eran contenidas por la gran espada del zombi, que mostraba gran destreza para el combate. Los ataques eran incesantes, las hachas desgarraban parte del muerto pero no provocaban daño alguno. El forcejeo para arremeter contra el rival era continuo, ambos se encontraban cara a cara mirándose desafiantemente.
Con un movimiento rápido, el muerto viviente esquivó el filo de un hacha y la lanzó a unos pasos de distancia. La lucha era entre un hacha y una espada. Al tener una mano libre por la perdida de una de sus armas decidió asaltarlo con gran fiereza. Un golpe era más veloz que el anterior, el zombi solo se prestaba a defenderse. Las fuerzas se le agotaban poco a poco. No le quedó más remedio que huir.
– ¡¿Crees que te vas a escapar?! – exclamó
El zombi buscaba aguas profundas para sumergirse, cuando de pronto un hacha se clavó en espalda y cayó.
Victorioso se acerco a recoger su hacha, secó los residuos viscosos del cuerpo putrefacto y guardó sus armas en la espalda.
– Creyó que podía huir el muy cobarde, soy capaz de dar muerte a un muerto – concluyó

sábado, 14 de junio de 2008

¡Al ataque Tigres de Mompracem!



—¡Es ya medianoche —murmuró— y todavía no vuelve!
Abrió la puerta, caminó con paso firme por entre las trincheras y se detuvo al borde de la gran roca, en cuya base rugía el mar. Permaneció allí durante algunos instantes con los brazos cruzados; al rato se retiró y volvió a entrar en la casa.
—¡Qué contraste! —exclamó—. ¡Fuera el huracán y yo acá dentro! ¿Cuál de las dos tempestades es más terrible?
Se quedó un rato escuchando por la puerta entreabierta, y por fin salió a toda prisa hacia el extremo de la roca.
A la rápida claridad de un relámpago vio un barco pequeño con las velas casi amainadas, que entraba en la bahía.
—¡Es él! —murmuró emocionado—. Ya era tiempo. Cinco minutos después, un hombre envuelto en una capa que estilaba se le acercó.
—¡Yáñez! —dijo el del turbante, abrazándolo.
—¡Sandokán! —exclamó el recién llegado, con marcadísimo acento extranjero—. ¡Qué noche infernal, hermano mío!


El gran Sandokán a pesar de ser un guerrero de gran valentía, nada que envidiarle al Rey Arturo, Genghis Khan o Barbarroja; siempre necesitó de sus amigos para lograr sus hazañas. En especial de su hermano de combate, Yañez, como él suele llamarle. Ambos se complementan a la perfección, Sandokán o el Tigre de Malasia siempre calculador, aunque recurrente de la fuerza muy a menudo. Mientras que Yañez, conservando su elegancia europea, siempre tiene la estrategia preparada para salir bien librado de los embrollos en los cuales se meten.
Recuerdo claramente cuando estos personajes se metieron en una estufa inmensa para despistar a sus perseguidores. Yañez como de costumbre no dejaba de hacer bromas, quizá era una forma de amilanar la tensión del momento, el Tigre de Malasia, por el contrario solo se limitaba a sonreír de las ocurrencias del portugués. Nuestros héroes temían ser abrazados por el fogón que algún despistado encendiera. Como de costumbre ambos a punta de cimitarras, armas que ya conocían la sangre, aniquilaron a sus oponentes en cuestión de minutos. La certeza de sus golpes era semejante a la habilidad con las carabinas.
No me imagino este dueto sin alguno de sus integrantes. Ambos son temidos por toda la armada inglesa y sus hazañas son relatadas como leyendas símiles a la de Poseidón o Aquiles.
Muchos de nosotros, por no decir todos tenemos un Yañez que nos hace reír en los momentos que menos lo imaginamos o está cuando realizamos alguna aventura.
Yo pude constatar esto y créanme, tengo más de un "Yañez"; cada uno a su estilo, pero al fin o al cabo sé que están dispuestos a ir conmigo a conquistar algún imperio o simplemente tomar un vaso de ron.