miércoles, 8 de octubre de 2008

Jefe de su devoción

Para dona Elvira visitar el cementerio El Ángel es más que solo ir a poner flores a un conocido


La reja negra está entreabierta, a lo lejos las cruces de piedra sobresalen del suelo. Entrar a un cementerio no es fácil, menos si es tu primera vez. Algunos lo hacen con tal cotidianeidad que parece que tuvieran los nervios de un embalsamador. Sus motivos son diversos, visitar algún pariente, vender golosinas, mantenimiento de lápidas; pero para otros esto va más allá. Es por devoción.
El camino de cemento se abre paso entre las tumbas y mausoleos. Los árboles en medio de la calzada no dejan ver algunos de los nombres de los pabellones. Todo es tétrico y frío, hasta el blanco ángel que está a unos pasos de la entrada, con una corneta en la mano combina con el granito en abundancia de los sepulcros. Las fotos de los difuntos que tienen algunas lápidas miran hacia el horizonte como si esperarán algo o mejor dicho a alguien. Muchas de ellas no tienen flores que adornen su dormir eterno, al parecer más que fallecer en cuerpo, lo hicieron en el recuerdo de quienes los conocieron.
Un joven que se encuentra dando vueltas por los pabellones con una libreta en mano por casualidad ve a una señora de castaños cabellos, cortos y ondulados. Su lento mover reflejaba su edad, su saco verde con botones dorados tapa la falda marrón que resguarda sus rodillas. Tiene flores blancas y moradas en cada mano. Debe ser por que estamos en octubre, supongo pensará el joven mientras sacando un lapicero azul de su bolsillo, se acerca a la dama de letárgico caminar.
– ¿Son para su esposo? – pregunta el chico de la libreta
– No, él no es mi esposo… es mi jefe – contesta la señora de cansadas facciones por la edad
­– ¿Su jefe? – le repregunta
– Sí, es que era una muy buena persona – responde sonriendo.
Levanta sus cejas dibujadas artificialmente con gran precisión, los ojos marrones redondos se le iluminan mientras habla de su ex jefe, le cuesta separar sus delgados pero pesados labios para hablar pero la emoción es más fuerte que ellos y relata sus memorias. Elvira Sánchez lo recuerda con nostalgia. Aun añora sus días de mecanógrafa en las oficinas de Finisterre.
El señor nos hacia escribir mucho, tenía montón de papeles que transcribir, trabajo los de aquellos; cuenta sin dejar de acomodar las flores.
– ¿Siempre viene a visitarlo? – curiosea el chico ante lo contado por doña Elvira
– Casi siempre, aunque mis hijos se ponen un poco celosos – prosigue mientras sonríe pícaramente – es que a su padre no lo visito a pesar de estar aquí mismo, no se lo merece.
Los cuarenta y cuatro años que trabajó en la empresa de seguros la marcaron hasta el día de hoy, pero más la marcó el señor José Martinez Montie, su ex jefe.
Doña Elvira se acerca un poco más a la tumba y le murmura algo al señor Martinez, no se alcanza a escuchar lo que dice y luego se despide del muchacho del lapicero azul. Que le vaya bien joven y tenga cuidado al salir que es peligroso a esta hora, aconseja antes de irse.
El cielo empieza a oscurecer, poco a poco las personas se van retirando. Una familia muy numerosa lleva consigo una torta decorada con crema chantilly. Unos pasos más adelante otra familia se toma fotos en el mausoleo de la familia Lau, construcción de grandes vidrios.
Siguiendo por el camino se encuentran los pabellones, parecen panales de abeja hechos de cemento donde en cada nicho se ven los nombres de las personas que ahí descansan, Edilberto, Honorata, Jesús, etc. O simplemente un “V” que significa persona no reconocida.
Algunas lápidas tienen pensamientos, cruces dibujadas, retratos. Los encargados del mantenimiento verifican que todo esté en su lugar. Para alcanzar los nichos más altos usan unas escaleras verdes que abundan en el cementerio.
Un cuidador de tez oscura y arrugada que ronda en una vieja bicicleta verde seguido por un perro de no muy renombrada familia y linaje canino llamado Jacinto se detiene frente al joven de la libreta.
– ¿Está buscando a alguien? – pregunta con voz desconfiada
– No, solo estoy viendo algunas cosas – repone el muchacho un poco timorato
– Ah ya – dice el señor antes de continuar – Lo vi hablando con una señora allá adelante, pensé que la estaba buscando
– No, recién la conocía – contesta el chico menos timorato
– A veces viene a ver a alguien, creo que a su hijo – supone, y luego sube a su bicicleta
– No es su hijo, es su jefe él que está enterrado ­– corrige al cuidador del cementerio
– Pendeja la viejita – dice sonriendo antes de empezar a pedalear.
Luego de iniciar su trayecto llama a su perro: ¡Jaci, Jaci! Este se encuentra rascándose con la pata el poco pelo negro que le queda, al escuchar el llamado se levanta y se va corriendo.
Ya son casi las cinco y media de la tarde. El lugar se vuelve más lúgubre de lo que aparenta al mediodía. El cementerio El Ángel está a unos cuantos minutos de cerrar sus puertas. Los vendedores que tienen sus puestos multicolores de flores en la entrada rematan los racimos por unos cuantos soles. Barrios Altos no es un bonito lugar para dar la caminata de la tarde solo y menos a esa hora.
La reja negra sigue entreabierta. El joven de la libreta se va pensativo. En el transcurso que esperaba timorato un carro en la puerta del cementerio, en el jirón Ancash cuadra 16, seguramente recuerda que quizá doña Elvira volverá devotamente al pabellón San Bartolomé, jardín B en busca del sepulcro de granito negro con la cruz blanca tallada encima de la fecha 19 de julio de 1981, donde yace don José, su enaltecido jefe.

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