jueves, 21 de agosto de 2008

Crónica I

Rumbo al Callao: La 48, un “chobrador” y un perdido

Solo sabía que debía ir hasta el último paradero, no tenía ni la menor idea de cómo llegar.

– Disculpe señor, ¿qué carro debo tomar para llegar al Callao? –pregunté a un datero de la cuadra quince de la avenida Salaverry.
– La 48 flaco. Ya no tardará en pasar –contestó mientras revisaba su cartilla.
Confiado en que el carro llegaría en cualquier momento, simplemente esperé a que “La 48” se asome.
No tenía ni la menor idea de su apariencia, ¿será grande?, ¿de qué color será?; después de esas preguntas llegaron otras que suelo hacerme con frecuencia al tomar algún transporte, ¿estará lleno?, ¿iré sentado?
Los minutos transcurrían, “mi carro” no pasaba. Fui a comprar una bebida al quiosco del paradero. Mientras recibía el vuelto escuché una voz un poco ronca que pregonaba: “Salaverry, Javier Prado, La Marina, Callao”. He ahí la palabra que esperaba: Callao.
El emisor de tales gritos era un joven de baja estatura, un poco subido de peso. Era el cobrador de “La 48”. Usaba una camisa mostaza que se asomaba al marrón y un gorro negro.
– ¿Callao? –Qué pregunta más obvia – pensé minutos después, pero tenía que asegurarme en ese momento.
– Sí, sí; Callao – contestó apresurado.
Me incliné un poco hacia la izquierda para ver por las ventanas de carro, vi a varios pasajeros parados. Como aun era temprano decidí esperar el próximo carro.
Por lo menos ya conocía a “La 48”, un bus mostaza y blanco, con grandes lunas y llantas grandes.
Al cabo de unos diez minutos, la imponente “48” se asomaba, era idéntica al bus que dejé pasar. Para mi mala suerte más llena que el anterior, pero no me importó y subí. En este carro no había cobrador, el chofer poli funcional, se encargaba de ambas tareas. (Jugando con las palabras, al chofer - cobrador le puse “chobrador”).
Al subir cada pasajero debía pagar. Gracias al carné universitario, el pasaje solo me costo ochenta céntimos (cosa que no vio con mucho agrado el chobrador, ya que iba hasta el Callao).
Si pagar fue tedioso, ya que buscar monedas en la billetera mientras se está de pie y además el carro se encuentra en movimiento requiere de gran habilidad (cosa que no poseo), el avanzar surcando a las personas que estaban paradas fue toda una odisea. Las mochilas de las colegialas del Faning abundaban, un par de señores con sobrepeso obstruían el camino, y unos jóvenes que hacían caso omiso a un “permiso por favor”; conspiraban para que no llegue a la parte posterior del carro, ya que con certeza sería el último en bajar y no valía quedarme parado adelante.
Sin darme cuenta me encontré varado en el único espacio donde el pasamano estaba libre. Los parlantes del techo no dejaron de sonar, el chobrador nos entretenía con su colección de Héctor Lavoe. No había dudas, mi destino, el Callao.
Los ánimos fueron disipándose, no quería estar parado todo el camino, pero no se asomaba ni la menor esperanza de conseguir un asiento. Al menor amague de desocupar el sitio, las personas de su alrededor entraban en alerta para ocupar el sitio. Eran como aves de rapiña esperando a que el león se vaya para poder comer algún pedazo de carne.
Estaba condenado a “morir de pie”, hasta que, para mi buena suerte la enfermera que estaba sentada frente de mi se paró, – Permiso – me dijo amablemente. No podía perder esta inmejorable oportunidad, no iba a permitir que algún buitre se lleve mi carne. Sin perder el tiempo me senté, no pude contener una sonrisa de burla hacía los demás.
Ya sentado; a mi lado, una chica de cabello negro escuchaba música desde su celular, por ratos cantaba canciones en ingles.
Al ver por la ventana, me di cuenta por las señalizaciones que ya estaba en la avenida José Gálvez en el Callo. La vista cambio tremendamente, la última vez que me había percatado de mi ubicación era en la avenida La Marina, donde los centros comerciales y los casinos abundaban. En cambio, en Gálvez, no encontré centros comerciales, lo único parecido fue un mercado. Los casinos no eran tan luminosos como los de minutos atrás. Las casas no eran de varios pisos, las torres con ventanas quedaron de lado; por el contrario, ahora, las casas eran de un solo piso, algunas tenían rasgos coloniales (se parecían mucho a la casas en Trujillo).
De golpe las personas empezaron a bajar, el carro dobló en la avenida 2 de Mayo. Un poco preocupado, ya que no conocía nada por ahí.
– ¿Estamos cerca al último paradero? – pregunté al chobrador.
– Si, no falta mucho – respondió, a penas terminó de decir esas palabras siguió contando “El rey de la puntualidad” (será porqué íbamos a llegar a la hora, no lo sé)
Recién cuando el carro estaba vacío pude ver que las paredes blancas eran viejas, algunos remaches saltaban a la luz; el piso se descascaraba por varios lugares, los asientos mostazas se encontraban sucios. En uno de los vidrios no podían faltar los stikers con las radios salseras (supongo, toque personal del chobrador).
No pasaron ni diez minutos cuando el bus se detuvo y un joven con una escoba subió
– Paradero señores- dijo mientras recogía una bolsa.
Era el momento de bajar, siempre pensé que en un paradero de buses encontraría varios carros iguales, pero no fue así. El paradero de “La 48” era una cochera pequeña, sucia (creo que lo hacen para mantener la hegemonía), donde compartía descanso con otros autos particulares y lo que más llamó mi atención fue que en un rincón estaban arreglando un viejo bote.
Dos perros flacos y sucios (para variar) escoltaban al bus a su descanso. Esa “48” conducida por el chobrador, un Hyundai mostaza con blanco se prestaba a invernar. Su lecho mal oliente lo esperaba.